jueves, 22 de marzo de 2012

Otro zoo (Rodrigo Rey Rosa)

Fue como si supiera exactamente adónde tenía que ir, como si se hubiera tratado de una cita. Alzó el brazo para tomarme de la mano, tiró suavemente ­­–casi todo lo hacía con suavidad– y yo la seguí. Me condujo hasta el automóvil de su madre, que estaba ausente, y le ayudé a subir y a sentarse en la silla infantil.
     –Al zoo, entonces.
     –Sí –dijo–. ¡Águila! ¡León!
     El zoo parecía desierto. Solo, en mitad de la calzada principal, un barrendero empujaba un bote de basura con ruedas de caucho. Ella me había soltado la mano, corría delante de mí por la ancha calzada hacia las jaulas de los felinos, y su figurita entraba y salía de las zonas de sombra bajo los jaracandás y un majestuoso matilisguate en flor. La calzada, al principio, era recta; no había peligro de perdernos de vista. Era media mañana, una mañana medio brillante, medio nublada de finales de mayo, y el zoo –observé de nuevo– estaba vacío. Me detuve un momento y miré a lo alto (los retazos de cielo entre las ramas recargadas de flores) y luego miré a derecha y a izquierda. Un zumbido vasto como de chicharras en el campo. Ninguna tropilla de niños de escuela, ninguna familia con bebés, ninguna pareja de amantes o enamorados. A mi derecha, más allá de una profunda fosa, un elefante viejo se rascaba parsimoniosamente un costado con el tronco de una ceiba cuya forma sugería la pata de un ave fantástica, su cuerpo oculto tras las nubes bajas que cubrían el cielo. Volví a mirar calzada abajo, y sentí mil punzadas de espanto en la espalda, en los brazos, en las manos. Yo estaba completamente solo en la vía de asfalto negro salpicada de flores lila y rosadas. Entrecerré los ojos (padezco miopía), pero no la veía en ninguna parte. Eché a correr hacia adelante, gritando una y otra vez su nombre. A mi izquierda, las garzas y los flamencos dormidos sobre una sola pata, los cocodrilos inmóviles y el hipopótamo permanecían indiferentes a mis llamados. Intenté gritar más alto, lancé gritos en todas direcciones; hacia la jaula de los monos, de los venados, los búhos, los quebrantahuesos y las águilas, pero nadie contestó.
     A sus dos años y meses –pensé– estaba gastándome una de sus primeras bromas. Esconderse había sido, ya poco antes de que comenzara a hablar (aún hablaba sólo media lengua), uno de sus juegos favoritos. Tenía que tratarse, esta súbita desaparición, de un juego –razoné– y dejé de correr. Volví a llamarla. Ya estaba bien (amenacé a gritos), si no aparecía en ese instante, la dejaría allí. Pocos minutos más tarde comencé a rogarle que respondiera. Seguí andando. A cada paso miraba a uno y otro lado, como enloquecido, y hacía constantemente esfuerzos para no ponerme a llorar. Había llegado al límite occidental del parque, y estaba frente a la jaula de los tigres de bengala. Las cercas, comprobé con alivio, eran altas y seguras y parecían imposibles de saltar. Los grandes felinos le fascinaban, y la idea de que hubiera querido acercarse demasiado no dejaba de preocuparme. Pero no había razón para alarmarse todavía. Estaría oculta por ahí, tal vez en un sitio adonde mis gritos no llegaban con suficiente fuerza. Miré hacia atrás; a un lado de la calzada había una hilera de quioscos, varios juegos infantiles, ventas de comida, puestos de fotógrafo. Fui hasta allí, y anduve alrededor de cada negocio, llamándola sin cesar. Tomé un sendero lateral, me dirigí hacia las espaciosas jaulas de los leones. Dos o tres machos estaban tendidos sobre la hierba, semidormidos en la luz blanca de aquella mañana que comenzaba a arder. En el recinto vecino, formado por una depresión, dos jaguares jóvenes jugueteaban a la orilla de un estanque, con perfecta indiferencia a mis gritos de bestia humana. No se podía ir más allá, de modo que di media vuelta. Casi sin darme cuenta, sin fuerzas, caí hincado de rodillas en el cemento húmedo, y lloré, hasta recé. Pero mi llanto duró poco; me puse de pie de un salto y eché a correr hacia la entrada, sin dejar de mirar a todos lados, sin dejar de llamar su nombre una y otra vez.
     Ahora tanto la calzada principal como los senderos laterales se habían llenado de gente. Bandas de niños y niñas se amontonaban ante las jaulas, los juegos mecánicos, los caballitos de fotógrafo. Madres y padres empujaban calesas o carritos, los amantes se besaban bajo los árboles o recostados en las vallas; nadie la había visto.
     Llegué jadeando a la entrada, donde estaba la taquilla y el portón de rejas más allá del cual se amontonaban escolares de todas las edades, que hacían cola para comprar entradas. Abriéndome paso entre grupúsculos de niños, expliqué a gritos a los vendedores de boletos la desaparición de mi niña y pregunté si no la habían visto. Eran dos vendedores, y ambos estaban atareados dentro de sus casetas de vidrio oscuro y hormigón; las sinuosas colas de gente se prolongaban hasta perderse de vista más allá del estacionamiento de autobuses escolares.
     No la habían visto, contestaron los dos, con simpatía profesional. Aseguraron que, de haber salido, sólo pudo hacerlo por una puerta, donde había un guardia a todas horas. Tal vez ella estaba allí, esperándome, pensé. Y me precipité hacia la puerta de salida. Pero allí sólo estaba un viejo guardia uniformado de color plomo y ojos nublados con cataratas. No la había visto salir, me dijo; sugirió, señalando un teléfono público, que llamara a la policía.
     Una voz femenina me atendió inmediatamente, pero pasó un cuarto de hora antes de que pudiera explicar por qué llamaba. Enviarían una patrulla, me aseguró la mujer.
     –Aparecerá –me dijo el viejo guardia del zoo.
     Volví a recorrer el parque, por la calzada primero y luego por los senderos laterales. Ya no gritaba, pero miraba a todos lados y sin duda tenía cada vez más el aspecto de un loco. De pronto, entre un grupo de niños indios que comían algodones de colores eléctricos, su cabecita negra, redonda, apareció mágicamente, a unos diez pasos de mí. Con los ojos húmedos de felicidad, corrí para alcanzarla, pero caí de nuevo en la desesperación al ver que, aunque ésa era su cabeza (y a mí me parecía única, perfecta) la niña no era ella. Este fenómeno alucinatorio ocurrió varias veces a partir de ese momento.
     La luz había cambiado. El sol de mayo estaba en el cenit, y el cielo gris por encima de las copas de los árboles era como una vasta plancha caliente que quería aplastarnos. Los animales que hacía poco estaban a la vista, casi todos se habían refugiado en el fresco de sus guaridas ficticias. No sé cuántas veces habré pasado frente a la jaula de los pizotes, de los mapaches, de los micoleones –pensando una y otra vez que estaban ahí porque un día, de pequeños habían sido capturados por hombres, y que, como mi hija, desaparecieron de su mundo como por arte de magia.
     Una agente de policía me detuvo cerca de la jaula de las águilas. Traía bajo el brazo un cartapacio, de donde sacó una libreta de apuntes y un bolígrafo. Muy serio, con un rostro sin expresión, me interrogó de manera formal. Después de tres o cuatro preguntas, yo me sentía responsable del extravío de –como él insistía en llamarla– “la menor”. Tuve que mostrarle papeles. No tenía conmigo una foto de mi hija –nunca la llevé conmigo, por superstición–, y esto parecía causarle desconfianza.
     –Pero es un bebé –le dije–. Tiene apenas dos años.
     Quería saber dónde estaba la madre.
     –De viaje –dije.
     –¿Por dónde?
     –En España.
     –¿Por qué motivo?
     No contesté inmediatamente.
     –¿Trabajo? ¿Placer?
     –Fue de peregrinación –le dije–. Es religiosa.
     –Explíquese –exigió el policía.
     –Es muy devota. Anda en una romería –expliqué–. Fue a visitar un sitio santo que hay en España. Compostela. Santiago de Compostela.
     –Muy bien. Ya tiene algo por qué pedir –dijo en tono de broma–. ¿Pero ya la puso al tanto? Tiene que avisarle pronto, hombre.
     –Claro. Pero… Creí que ustedes me ayudarían a encontrarla.
     –Sí, señor. Queremos ayudarle. Primero vamos a avisar a los periódicos, si le parece. Necesitamos una foto de la niña.
     Asentí.
     –En casa tengo una, pero yo preferiría esperar, seguir buscando ahora mismo, mientras las huellas están frescas.
     –Usted dirá. –Hizo una pausa–. Voy por los perros. ¿Tiene algo que pueda darnos con el olor de la niña?
     Lo tenía: un sombrerito de tela y un chupete, que guardaba en un bolsillo de mi pantalón.
     –A ver –dijo, extendiendo la mano para recibirlos. Los metió en una bolsita de plástico con cremallera de presión, que guardó en el cartapacio–. Para los perros –explicó. Cerró su libreta de apuntes. Me miró fijamente, con recelo–. Volveré enseguida con los perros. ¿O me acompaña? –preguntó.
     –Seguiré buscándola.
     El policía miró a su alrededor.
     –Con este gentío… –dijo–. Buena suerte. A veces aparecen, sin más –hizo una pausa, sonrió como un tarugo–. En pedacitos.
     –No veo el chiste –dije.
     Mirando al suelo, pidió disculpas rápidamente. Luego me dio su nombre (era sargento) y el número de su patrulla.
     –No se apure más de la cuenta antes de tiempo, y no se aleje mucho sin notificarnos. Si la halla, nos llama.
     Lo vi alejarse, a paso bastante rápido, y desapareció entre la muchedumbre cerca de las taquillas.
     Una vez más, la luz cambiaba. Una brisa fresca había comenzado a soplar desde el norte, y las nubes se dispersaban para dejar visibles zonas de cielo azul. Volví a hacer la ronda de las jaulas, gritando el nombre de mi hija de vez en cuando, de manera casi maquinal. Miraba con envidia las parejas de venados, de monos, de ocelotes, de jaguares, y los ojos de sus crías me hacían pensar en los de ella. Las fieras estaban dentro, pero era yo el que iba y venía del otro lado de los barrotes, sin conciencia del tiempo.
     De pronto había poca gente en el parque, y los gritos de los pájaros se oían claramente por encima de los gritos de los niños. Recostado en el tronco de una ceiba, lancé un grito –a medio camino entre el rugido y el sollozo– hacia lo alto, un sonido que brotó con todas mis fuerzas desde mis entrañas. No hice caso de las miradas de extrañeza o de espanto de los paseantes. “Al infierno con todos”, pensé.
     Un poco más tarde, el sargento volvió acompañado por otro policía, un hombre joven de piel clara y ojos grises, con dos pastores alemanes en una cuerda doble. Pidieron que los llevara a mi auto, para que los perros siguieran el rastro desde ahí. Los pastores subieron al auto y comenzaron a husmearlo todo: las alfombras, el volante, los asientos y los vidrios, donde la niña había dejado impresas huellas de sus manos enmeladas, y donde ahora quedaron restregones de narices mojadas y lameduras. Por fin, el joven policía sacó los perros del auto, y les dio a oler el gorrito y el chupete. Pronunció una orden de busca, y los perros, con los hocicos pegados al suelo, nos guiaron directamente a la entrada del zoo. Pasamos por el mismo torniquete por donde mi niña y yo habíamos entrado más temprano.
     El parque iba quedando vacío, y las sombras se alargaban sobre la oscura calzada de hormigón. Los perros resollaban delante de nosotros, tirando de sus cuerdas con impaciencia, y miraban de vez en cuando, con una curiosa intensidad, a derecha e izquierda, donde estaban los animales enjaulados. De pronto, ambos se detuvieron, y uno de ellos, que era completamente negro, dejó escapar una serie de aullidos extraños. El otro perro, como amilanado, se echó a los pies de su amo, en silencio, con los ojos entrecerrados y la lengua fuera. Los policías se miraban entre sí. El sargento se quitó la gorra, se rascó la nuca y por fin habló.
     –Es muy raro –me dijo–. Parece que el rastro acaba aquí. ¿Es aquí donde la vio por última vez?
     Estábamos bajo la sombra del gran matilisguate, y los pétalos color rosa de sus flores recién derramadas, pisoteadas por innumerables pies, formaban una especie de alfombra sangrante sobre el hormigón. Las poderosas raíces del árbol se retorcían por la superficie del suelo, y habían resquebrajado la argamasa aquí y allá, como en las ruinas de una civilización extinta.
     –Aquí mismo, no comprendo –dije, y miré a mi alrededor, al suelo y a  lo alto, donde las nubes disgregadas cobraban ya los colores del atardecer–. No comprendo –repetí.
     El perro negro no de dejaba de describir círculos alrededor del sitio donde se perdía el rastro de la niña. El otro perro, que seguía echado, se levantó rápidamente, y, relamiéndose el hocico, gimió.
     –Señor –me dijo el sargento–, por ahora, parece que no podemos hacer nada más. Lo siento. Comuníquese si surge algo. –Por primera vez, sentí que me compadecía–. Estamos a sus órdenes –agregó.
     –Voy a quedarme aquí un rato más –le dije. “Hasta que cierren, por lo menos”, pensé.
     Los policías se despidieron, y los vi alejarse con sus perros hacia la salida del zoo. Me senté en un banco de piedra al pie del matilisguate, frente al lugar de la inexplicable desaparición. Preguntándome a mí mismo cuánto tiempo pasaría antes de que los guardias llegaran a expulsarme (el parque estaba otra vez desierto), junté las manos detrás de la cabeza y me recosté en el frío respaldo del banco. Cerré los ojos para ver a mi hija en la imaginación. Pensé con tristeza que tal vez esa mañana, mientras corría delante de mí por la calzada, la había visto por última vez –pero me equivocaba parcialmente.
     Recordé palabras y frases que ella sabía pronunciar. Cuando abrí los ojos era casi de noche. Ya no se veía a nadie, y en una de las garitas de entrada habían encendido una luz. Las exhalaciones animales se movían con una brisa fresca en el aire. El olor áspero de los carniceros peleaba con el olor familiar de los rumiantes. De pronto se oyó el llamado de algún búho, y un poco más tarde el grito demente de un ave nocturna que yo no había oído nunca.
     En el fondo occidental de la calzada algo se movió. Era el barrendero, que empujaba su carrito lentamente. Venía hacia donde yo estaba sentado, con una melena gris que le llegaba hasta los hombros, y me miraba con fijeza. No podría describir lo que sentí en ese momento; escribo “miedo irracional” porque no encuentro términos más apropiados para hacerme comprender. Como ocurre a veces en los sueños, fui consciente de que, por más que lo intentara, no podía separar las manos, que tenía entrelazadas en la nuca, ni volver la cabeza, ni aun cerrar los ojos para dejar de ver al barrendero. Quise gritar, y llegué a creer que, en efecto, soñaba. De mi boca, que se abrió por fin, no salió ningún sonido. Se oía el chirriar de las ruedas del carrito de basura, un carrito hechizo –un viejo barril de combustible montado en una armazón de metal, con dos chapuces de ruedas desiguales–, y a cada chirrido, un escalofrío me recorría la espalda.
     El barrendero vestía sobretodo negro, desgarrado en jirones por el ruedo, y grandes botas de hule. Su pelo, muy grasiento, no parecía cabello humano, y su cara enjuta era la de un idiota. Se había detenido frente a mí y me miraba fijamente con dos ojitos negros que parecían alegres. Dijo con voz aflautada:
     –Buenas, jefe.
     No atiné a responder, emití un sonido incoherente. Pero superé el ataque de inmovilidad involuntaria. Me incorporé en el banco, moví la cabeza para saludar.
     –Aquí –dijo el barrendero– traigo algo para usted.
     De su boca, además de las palabras, brotó un olor a metal caliente. El barrendero rodeó su carrito. Con una gravedad estudiada, como de viejo mayordomo, y con una mano grande y huesuda, levantó la tapa del bote.
     –Levántese –dijo (era una orden, pero la dio con suavidad) –y venga a ver.
     Lo miré a los ojos. Aunque ya había anochecido pude ver que sonreía. Apartó la mirada y, antes de volver por donde había venido, me dijo:
     –Yo me voy, no me haga caso.
     Lo vi alejarse despacio, y desapareció en la oscuridad.
     Sentía mis propios latidos, demasiado fuertes, y dejé pasar varios segundos antes de ponerme de pie. Por fin me levanté, di dos o tres pasos, y miré dentro del bote.
     Había un montón de paja seca y hojas muertas, envoltorios de golosinas, bolsitas de papel. Me incliné sobre el bote y aparté la basura con una mano, y entonces vi lo que había estado esperando ver, lo que no me había atrevido a esperar: la cara de mi niña. Tenía los ojos cerrados, pero los abrió.
     Me parecía absurdo (y lo era) encontrarla así. Extendí los brazos para sacarla del bote, la estreche con fuerza contra mi pecho, y sentí sus bracitos que me rodeaban el cuello.
     –Pero, mi niña –atiné a decir por fin, relajando el brazo y apartándola un poco de mí, para mirarla bien–, ¡qué pasó!
     Me di cuenta entonces de que se había estirado varios centímetros desde la mañana, y estaba bastante más delgada. Sentí que todo había sido un sueño. La puse en el suelo, me arrodillé frente a ella. Se frotó la cara y habló.
     –Vengo a despedirme –dijo–. No me volverás a ver.
     Dije no con la cabeza, luego sonreí, confundido. Era imposible que en unas cuantas horas hubiera aprendido a hablar así; además, su voz no parecía natural.
     –Tonterías –le dije, y quise abrazarla de nuevo, pero me rechazó.
     –¡No, papá! Tienes que darte cuenta, he crecido, y puedo hablar –dijo con esa voz rara–. Sé que no es fácil, pero tienes que reconocerlo, he estado en un sitio en el que tú no has estado y al que no podrás ir nunca, y dentro de poco tengo que volver allá –lanzó una mirada rápida hacia el sol poniente–. Pero no quiero que estés triste, por eso pedí venir.
     Quise interrumpirla, decirle que todo eso era inaceptable, una pesadilla. La tomé de una mano.
     –Óyeme, por favor –me cortó–. Tenemos poco tiempo y sé que no puedo explicar lo que pasó ni lo que está pasando pero lo voy a intentar. –Hablaba muy de prisa. (“Una grabación”, pensé. “¡Suena como una grabación!”)–. Me han llevado a un lugar extraño unos seres extraños, un lugar muy lejano con un cielo diferente sin luna ni sol. –Hizo una pausa–. Necesitan agua, mucha agua, agua de aquí, pero no de ahora, y antes de que ustedes acaben con el agua vendrán para dominarlos o destruirlos. Pero ni tú ni mamá sufrirán si eso sucede porque si sucede será en el siglo treinta y ustedes habrán muerto mucho antes.
     –Pero qué dices, qué tonterías dices, niña. Vamos, ven –intenté tomarla en brazos de nuevo.
     –¡No! –gritó.
     Solté su mano. Quería convencerme a mí mismo de que soñaba, y decidí dejar que siguiera hablando, mientras lograba convencerme. Ella siguió; ahora su voz parecía humana:
     –Por favor, no estés triste. Ahora vivo en un lugar parecido a éste, donde nos hemos divertido tanto. Me tratan bien. Es cierto que tengo poca libertad, y eso no me gusta, pero me dan techo y comida. Hasta tengo un compañero, otro niño más o menos de mi edad. Crecemos juntos, y es posible que más tarde le dé un hijo.
     –Pero, niña, vámonos a casa y déjate de babosadas.
     Volvió a rechazarme; esta vez se puso rígida, como si algo la asustara, y miró a su alrededor.
     –Ni lo intentes –advirtió–. Me pusieron esa condición y yo acepté.
     –¿Condición? ¿Qué condición?
     –No intentar volver a casa. Y con esa condición me permitieron regresar a despedirme.
     Sacudí la cabeza.
     –Pero yo no la acepto. Tendrán que impedírmelo –dije, con la voz empañada–, ¡tendrán que venir a impedírmelo!
     Intenté abrazarla de nuevo, pero me repelió con una fuerza inesperada.
     –¡Por favor! –suplicó.
     Me levanté, di un paso atrás, me dejé caer en la banca. “De todas formas –razoné ya sin esperanzas– tarde o temprano algo así iba a suceder. Es destino de padres perder a los hijos”.
     –Bueno, si me lo pides –le dije.
     –Gracias –asintió con una sonrisa, y se acercó a darme un beso en la frente.
     –¿Y qué voy a decirle a tu mamá? –se me ocurrió preguntar. Sentí un dolor que no era sólo físico.
     –Dile que estoy bien. Dile… –dudó un momento–. Dile que me llevaron los ángeles, los ángeles de Dios.
     Pensé: “Nadie me creerá.”
     –Y ahora debes irte –dijo–. Volverán por mí.
     –¿Es lo que quieres, volver a ese lugar?
     –Sería inútil resistir –me aseguró.
     De modo que volví a abrazarla y la besé varias veces –besé su cabecita perfecta, sus suavísimas mejillas, sus párpados, y una sola vez, su boca.
     Sin llorar, y sorprendido porque me faltaba el llanto, me puse de pie. Anduve despacio por la calzada hacia la salida del zoo. Antes de salir me volví para mirar atrás por última vez, pero en la oscuridad la calzada parecía desierta. Seguí andando hacia el auto, un paso ahora, otro después –mis pies pesaban más a cada paso, como si cada instante fuera un año. Al abrir la portezuela me vi fugazmente reflejado en la ventana, y sentí un consuelo inesperado al comprobar que en el espacio de aquel día larguísimo en el zoo mi cabellera que hasta entonces, salvando algunas canas, fue negra, se había puesto casi completamente blanca. Era como la confirmación de que mi hija no me había visitado en sueños, de que su vida continuaría en otro mundo.


Ledig House, Nueva York, mayo de 2004


ROSA, Rodrigo Rey. “Otro zoo” en Otro zoo. Barcelona: Seix Barral, 2007. (pp.10-27)

jueves, 15 de marzo de 2012

Píldoras (Donald Ray Pollock)


Estaba escondiéndome en el carro de Frankie Johnson, un Super Bee amarillo canario modelo 69 que roncaba como el demonio. Estábamos de farra, robando cualquier cosa que pudiéramos –caseteras y baterías para carros, gasolina y cerveza. Fue un día o dos después de mi cumpleaños número dieciséis, y no había pisado mi casa en una semana. Y con todo y que mi viejo andaba diciéndole a todo el mundo en Knockemstiff que ojalá y me encontrase muerto, seguía manejando por todo el pueblo con la cabeza asomando por la ventana, buscándome como si yo fuese uno de sus sabuesos extraviados.
Frankie continuaba diciendo que trescientos dólares nos llevarían hasta California, pero la única persona que conocíamos con algo que valiera tanto dinero era Wanda Wipert. Dependiendo de a quién se estuviese singando en aquel momento, un hombre podía terminar durmiendo en el fondo de Dynamite Hole, entre tripas de pescado y cauchos, por estafar a Wanda. Además de eso, lo de mi viejo estaba justo al cruzar la calle desde su casa.
–Ni pensarlo –dije yo. Incluso hablar de eso me ponía la piel de gallina.
–Que se jodan –dijo Frankie–. Coño, Bobby, estaremos a cinco mil kilómetros de aquí.
Nos colamos por la ventana del baño. Impresas sobre la mugre gris de la bañera, las huellas de nuestras botas lucían como esos pies fosilizados y congelados en rocas que, según el desquiciado de mi primo, el Diablo había plantado por todo el mundo para hacernos creer que proveníamos de mierda de ranas y monos. Había una radio pequeña junto al lavamanos en la que sonaba una de las emisoras de country. El DJ estaba anunciando una oferta de pavos para el Día de Acción de Gracias en la tienda de Big Bear. Un par de medias pantis rojas estaban tiradas en el piso de linóleo, y Frankie se las metió en el bolsillo trasero de la braga.
–No la vayamos a cagar aquí –susurré.
Cada crujido de la casa sonaba como un disparo para mí.
La neverita estaba en el pasillo, al lado de la puerta del dormitorio. Dentro hallamos cuatro botellas de black beauties –anfetas farmacéuticas– escondidas debajo de un cuarto de quilo de fresas congeladas y una Barbie todavía en su caja. Las píldoras estaban envueltas en una sanguinolenta hoja de papel de carnicería que tenía “Sesos del cerdo de Chuckie” escrito con creyón azul. Alguien ya se había comido los sesos.
Wanda atendía la barra en Hap’s y vendía black beauties por debajo de la mesa. Los campurusos las adoraban porque una pepa de tres dólares hacía posible beber cuatro veces más y aún así poder esquivar los postes telefónicos de camino a casa. Ella tenía un pelotón de chicas gruesas que arreaba por todo el sur de Ohio hasta el médico de gordos. Para obtener una prescripción de black beauties todo lo  que debían hacer era pararse sobre la báscula y dejar que las enfermeras tomaran su presión sanguínea. Wanda sobornaba a las chicas con zapatos baratones de Woolworth’s, sándwiches de Rax Roast Beef y malteadas de Dairy Queen. Mi hermana mayor, Jeanette, era una de sus regulares. La única vez que la vi feliz fue después de uno de esos viajes con Wanda para controlar una receta. Siempre volvía con manchas de mostaza en su mejor blusa y algo dulce para sus dos bastardos.
–Quizás debamos dejar una botella –dije.
–Qué va, Bobby –respondió Frankie–. Vamos a usar la cabeza. Estas nenas nos llevarán directo hasta San Francisco.
–¿Cuánto nos vamos a tardar en llegar hasta allí?
–Cinco días –dijo él metiendo las cuatro botellas en el bolsillo de adelante.
Saliendo por la parte de atrás, subimos por Slate Hill y atravesamos el bosque con dirección a Foggy Moor. Ahí era donde habíamos ocultado el Super Bee. La luna ascendió detrás de nosotros como una calavera plana y brillante. Tuvimos que esforzarnos para cruzar a través de los arbustos durante tres kilómetros, pero al menos nadie podría decir que nos había visto en el caserío esa noche.
Cuatro botellas de black beauties –240 píldoras– eran suficiente combustible como para enviar un pote de basura hasta Marte. Las pepas aún tenían hielo por encima cuando Frankie abrió la primera botella y me pasó dos. Nuestro plan era tomar solo un par y luego dirigirnos al este, por la ruta 50, después de vender el resto en el pueblo. Pasados cuarenta y cinco minutos, mi corazón estaba latiendo como una bomba viva. A medianoche estaba mascándome huecos en la lengua, escuchando a Frankie hablar obsesivamente sobre tirarse a estrellas de cine.
–¿Qué dices tú, Bobby? –finalmente preguntó– ¿Qué le harías tú a ella?
Frankie había estado enumerando todas las cosas que le quería hacer a Ali McGraw. Lo conocía de toda la vida, pero la parte sobre el mango del hacha me tomó por sorpresa. Nunca había estado con una mujer y aún estaba tratando de imaginarme si tal cosa era posible.
–Mierda, no sé –dije encogiéndome de hombros.
Él encendió otro cigarrillo con el que ya se estaba fumando.
–¿Te hizo efecto? –preguntó volteando a verme.
–Sí –respondí–. ¿Por qué?
–No sé, tipo. No pareciera.
–Mira, Frankie, estoy pensando que quizás deberíamos devolver las pepas –dije–. Es decir, si Wanda se entera…
–¿Estás loco? –dijo él. Destapó la botella y me pasó otro par de cápsulas negras–. La estás agarrando fea, Bobby, eso es todo.
Tenía razón. Dos más hacían la diferencia. En pocos minutos una gran felicidad surgió dentro de mí justo cuando pensé en largarme a California. De pronto sabía que todas las cosas aburridas y jodidas que seguían ocurriendo en mi vida jamás volverían a pasar. Recordé la última vez que mi viejo se había puesto bruto con nosotros, todo porque mi madre había preparado avena en vez de huevos para el desayuno. Empecé a hablar y me di cuenta de que no podía parar. Aquella noche, mientras Frankie conducía en círculos alrededor del pueblo, le conté todos los secretos de mi hogar, todas y cada una de las malditas cosas que mi viejo nos había hecho. Y aunque, de una manera estúpida, me sentía como una rata inmunda mientras más hablaba; para cuando el sol salió a la mañana siguiente, parecía que toda la vergüenza y el miedo que había llevado conmigo se habían incinerado como una pila de hojas muertas.

Atropellamos al pollo tres días después de robar las píldoras. Salió de la nada. Entonces yo estaba en la cúspide de mis poderes. Come veinticinco black beauties en tres días y sabrás de lo que te estoy hablando.
–¡Mierda! –grité cuando lo oí estamparse contra el carro.
Frankie pisó los frenos y el carro patinó hasta que se detuvo. Yo salté fuera. El pollo estaba aplastado sobre la parrillera con el cuello roto. Lo despegué delicadamente del cromo y lo agarré por las plumas amarillas y abolladas. Un coágulo de sangre tan gordo y redondo como una perla roja colgaba en la punta de su pico reventado.
Saliéndose por la ventana, Frankie dijo:
–¿Cómo llegó eso ahí?
Revisó la parrillera de enfrente y la limpió con la manga de su chaqueta. Luego se arrodilló y miró debajo por si había daños. Amaba ese Super Bee.
–Maldito pollo –lo escuché decir.
–Puedo salvarlo –dije.
Frankie se puso de pie y me miró extrañado, presionó su índice contra uno de los lados de su nariz y sopló mocos sobre sus botas de obrero.
–Está muerto, Bobby.
Se restregó las puntas de las botas en su braga grasienta mientras se masticaba la parte de adentro de la boca como si fuese una semilla grande y suave. Sus pupilas brillaron como dos faros diminutos en el crepúsculo.
–Puedo salvarlo –repetí.
Mantuve al ave cerca de mi pecho, sentí su calidez desvaneciéndose lentamente en el viento frío que soplaba desde la planicie. Los granjeros ya habían recogido la cosecha. Rastrojo de cuatro centímetros cubría la tierra. Incluso la carretera estaba vacía. Apreté la minúscula cabeza del pollo con mi pulgar.
–Abre la maleta –dije.
Luego envolví el cadáver con mi camisa y lo coloqué con cuidado sobre el caucho de repuesto.

Más tarde aquella misma noche mojé la goma con una chica de labios delgados como hojillas que no paraba de decirme que me diera prisa. Su nombre era Teabottom. La vimos saliendo de la Penrod's Grocery en Nipgen, cargando un cartón de leche. Su cabello rojo y quebradizo lucía como una brocha en llamas sobre su cabeza. Usaba una camisa azul de trabajo toda roída y sandalias de plástico bien cutres. Sus pies estaban morados a causa del frío. Una cartera de cuero pequeña pendía de una tira sucia alrededor de su cuello.
–¡Hey, baby! –le gritó Frankie mientras parqueaba junto a la acera y le cortaba el paso.
Cuadramos el asunto y ella se sentó en la parte de atrás. Frankie lanzó una moneda y a mí me tocó ir primero. Por todo lo que había visto en las películas, pensé que debía tomarla con ternura, pero ella era puro negocio. Se puso la camisa sobre la cara para que no pudiera besarla. El cartón de leche se rompió sobre las alfombras y me salpicó los pies. Igual hubiera podido hacerlo en el piso de un granero.
–Maldita sea, esta no es Ali McGraw, pero desearía tener esa hacha ahora  –me dijo Frankie la segunda vez que le tocó pasar al asiento trasero.
Gracias a las anfetas, no nos dábamos abasto. Tratamos de descoserla, más que todo por el modo desdeñoso en que nos miraba. Pero nada de lo que hacíamos representaba mayor diferencia mientras que le diéramos dos píldoras más cada vez que tomábamos un turno. Ella las metía todas en su cartera.
En mi tercer turno, me atreví y le pregunté por la leche. Mis medias estaban remojadas.
–Era para mi bebé, tarado –dijo ella.
Estaba fumando un cigarrillo, quejándose por el escozor.
–¿Tienes un bebé? –pregunté.
–¿Qué? ¿Eres sordo también?
–Bueno, ¿y dónde está ahora?
–No te preocupes por eso –dijo con medio brazo saliendo por la ventana.
Le solté dos píldoras en la palma de la mano y abrió las piernas con un gruñido. Pero no podía dejar de pensar en su bebé, así como tampoco podía dejar de preguntarme quién lo estaba cuidando mientras Frankie y yo tratábamos de sacarle el cerebro a punta de pinga. Seguí imaginando toda clase de cosas mierdas horribles sucediéndole. Cuando finalmente me rendí y me le quité de encima, juntó un poco de la leche derramada con las manos y se la echó sobre la entrepierna. Ya ni siquiera se molestó en volverse a poner los jeans.
Hacia la mañana, mientras conducía por un camino asfaltado, me pareció escuchar que Frankie le decía a Teabottom que se la llevaría a Nashville tan pronto como pudiera deshacerse de mí. Pero cuando apagué la radio, todo lo que pude oír fue el chirrido monótono en el asiento trasero. Me volteé y lo vi fajado encima de la fulana con sus ojos cerrados.
–¿Frankie? –dije.
–¿Qué?
–¿Qué pasó con California, tipo? –pregunté. No habíamos salido del condado ni habíamos vendido una sola píldora.
–Maldita sea, Bobby, ahora no.
Cuando la dejamos ir, Teabottom se tambaleó con las piernas arqueadas hasta su remolque, atravesando un patio regado con piezas de autos y cajas para perro vacías. Nos quedamos sentados en el Super Bee como unos idiotas, viéndola entrar a su casa. Una luz se prendió y luego se apagó. Encendí un cigarrillo y saqué otra black beauty del escondite que tenía en el bolsillo de mi chaqueta.
–Siento el güebo como si una tortuga me lo estuviera mordisqueando –dijo Frankie.
Luego retrocedió y quemó los cauchos hasta que metió primera. Sobre nosotros, el cielo negro lentamente se tornó un mar de color gris encerado.

Para el final del quinto día estábamos fritos. Ahora las anfetas eran como agua recorriendo nuestras venas y ya no podíamos sacudírnosla. Nuestras gargantas se habían convertido en cuero gracias a los cigarrillos y a la cháchara; las encías nos sangraban y nos dolían las quijadas de tanto rechinar los dientes. Frankie continuaba murmurándole a una lata de cerveza que sostenía como un micrófono. Yo me había pasado todo el día convenciéndome de que la lata no le respondía a él. Y en el asiento trasero la leche derramada se había agriado e impregnaba el carro con gases putrefactos que me seguían recordando al bebé de Teabottom.
–¿Qué pasó con California, imbécil? –dije–. Mierda, podríamos estar allá ahora mismo.
Suspiró y murmuró una vez más a la lata, luego la botó por la ventana.
–Oye, Bobby –dijo–, te puedes ir cuando quieras. Nadie te lo impide.
Pocos  minutos después paramos en Train Lane, un camino surcado que dividía dos campos de maíz al borde de Knockemstiff. No importaba cuántos kilómetros viajáramos de día, siempre terminábamos de vuelta al caserío para la noche, a pesar de que me daba culillo encontrarme con Wanda Wipert o, aun peor, con mi viejo. En el retorno al final de la vía, paramos junto a un sumidero ilegal con un cerro de bolsas de basura, sillas rotas y neveras descatalogadas. El sol se estaba hundiendo detrás de la llanura de Mitchell con un esplendor púrpura. El DJ anunció nuevamente la venta de pavos del Día de Acción de Gracias.
–Jesús –dije–, ¿cuántos putos Días de Acción de Gracia hay este año?
Frankie apagó el motor y por un momento se quedó mirando fijamente hacia adelante. Luego sacó las llaves y se bajó del carro. Lo vi hurgar en la basura, haciendo a un lado tablas y papeles. Encontró un caucho viejo y lo rodó hasta el medio de la carretera. Mientras se inclinaba y comenzaba a rellenarlo con papel y cartón, abrí la guantera y agarré una de las dos botellas de black beauties que nos quedaban. Deslicé las anfetas debajo de mi media y me bajé del carro.
–¿Qué estás haciendo? –le pregunté.
Sostenía su yesquero junto a uno de los papeles, tratando de prenderlo.
–Me estoy cagando del frío y del hambre –graznó.
Ambos vimos cómo una llama muy pequeña comenzó a crecer dentro del caucho.
–¿Cuándo crees que fue la última vez que comimos?
–No sé –dije.
–Hace una semana. Por lo menos una semana, ¿no?
–Sí –dije–. Puede ser.
Dirigiéndose hacia la parte de atrás del carro, Frankie abrió la maleta y sacó al pollo. Mi camisa aún lo envolvía como una mortaja.
–Mierda –dije.
Me lancé sobre la última píldora que tenía en el bolsillo de mi chaqueta y la mordí para abrirla.
–Sólo dame un minuto, tipo –dije tragándome el polvo amargo–. A lo mejor todavía puedo hacer algo.
Frankie meneó la cabeza.
–¿Quieres tu camisa de vuelta? –preguntó. Tenía al pollo agarrado por las patas y lo mecía hacia atrás y hacia adelante como si estuviese tratando de hipnotizarme.
–No –dije–. Bueno, sí, supongo.
–Ten, sostén esto un momento.
Me entregó el pollo tieso. Entonces comenzó a hurgar en el pote de basura otra vez y sacó una estaca partida.
–Esto servirá –se dijo a sí mismo.
Me arrebató el pollo, lo colocó en el suelo y le puso el pie sobre el pescuezo.
–¿Qué haces? –dije mientras me quitaba la chaqueta y me ponía la camisa.
–Observa –dijo, y con un movimiento rápido se agachó y empujó la estaca por el culo del pollo hasta que la punta salió por el pecho haciendo un sonido crujiente.
–Maldita sea –lloré.
Estaba tan volado que me había olvidado completamente de aquello y ahora nadie podía devolverle la vida al pollo. Entonces otro pensamiento vino a mí.
–No te lo irás a coger, ¿verdad? –le pregunté– Porque te lo voy a ir diciendo de una vez, Frankie, no lo voy a permitir.
–No había pensado en eso –dijo–. Pero no. Me voy a comer esa mierda.
Luego levantó el pollo y lo llevó al fuego. Uno de los ojos del ave estaba abierto, en blanco, viéndome quedamente. Un hilo delgado de intestinos azules colgaba de la punta de la estaca.
El caucho ahora resplandecía como una hoguera, el humo negro y espeso se fundía en la noche. El olor a llanta quemada comenzó a enfermarme. Me aparté y vi cómo Frankie sostenía aquella carroña sobre las llamas. Las plumas se enroscaron, se derritieron y desaparecieron.
–¿Ni siquiera vas a destriparlo?  –dije acercándome.
Volteó a mirarme mostrándome sus dientes.
–Sólo hay que cocerlo –balbuceó.
Sacó las medias pantis rojas de Wanda de su bolsillo trasero y las mantuvo sobre su cara. El pollo comenzó a suavizarse y se estaba deslizando hacia la punta de la estaca, pero Frankie lo enderezó justo a tiempo. La piel se chamuscó, botó humo y empezó a ponerse negra. Gotas de grasa salpicaron dentro del caucho. Las patas se ensortijaron y cayeron entre las flamas.
Sin más palabras, crucé la cuneta y caminé hasta el campo estéril. Pasé las píldoras de mi media al bolsillo. La Ruta 50 estaba a tres kilómetros de distancia y comencé a caminar hacia ella. El barro se me pegaba a las botas como concreto mojado, y cada tantos pasos tenía que parar y sacudírmelo. Miré hacia arriba y vi la luz roja parpadeante de un avión a miles de metros encima de mí dirigiéndose al oeste. Nunca me había montado en un avión, pero imaginaba a ricachones bastardos en sus vacaciones, estrellas de cine con vidas hermosas. Me pregunté si desde allá arriba podían ver arder la fogata de Frankie. Me pregunté qué pensarían de nosotros.


POLLOCK, Donald Ray. "Pills" en Knockemstiff. Londres: Harvill Secker, 2008. (pp.52-61).
La traducción (muy libre) al veneco es cortesía de la administración de este humilde blog.