Un otoño me encontré por sorpresa
con mi hija María en la acera delante de la relojería; estaba más delgada, pero
no me costó nada reconocerla. No recuerdo ya por qué estaba yo en la calle,
pero tenía que tratarse de algo importante, porque fue después de que la
barandilla de la escalera se hubiera roto, así que en realidad ya había dejado
de salir a la calle. Pero fuera como fuera, me encontré con ella, y se me
ocurrió pensar: Qué casualidad tan extraña que yo haya salido justamente hoy.
Pareció alegrarse de verme, porque dijo «padre» y me dio la mano. Ella era la
que más me gustaba de mis hijos; cuando era pequeña decía a menudo que yo era
el mejor padre del mundo. Y solía cantar para mí, por cierto bastante mal, pero
no era culpa suya, lo había heredado de su madre. «María —dije—, eres realmente
tú, tienes buen aspecto». «Sí, bebo orina y soy vegetariana», contestó. Me eché
a reír, hacía mucho que no me reía, imagínate, tenía una hija con sentido del
humor, incluso con un humor un poco atrevido, quién lo diría. Fue un momento
hermoso. Pero me equivoqué, qué fastidio que uno nunca consiga quitarse las
ilusiones de encima. Mi hija se quedó como embobada y con la mirada perdida. «Te
estás burlando de mí —dijo—, pero si yo
te contara…». «Me pareció haberte oído decir orina», contesté. «Orina, sí, y me
he convertido en otra persona». No lo dudé ni un momento, era lógico, debe de
resultar imposible seguir siendo la misma persona antes y después de haber
empezado a beber orina. «Bueno, bueno», dije en tono conciliador, y con ganas
de hablar de otra cosa, tal vez de algo agradable, nunca se sabe. Entonces me
fijé que llevaba una alianza y le comenté «Veo que te has casado». Ella miró el
anillo. «Ah, lo llevo sólo para mantener a raya a los pesados». Eso sí que
tendría que ser una broma, calculé rápidamente que por lo menos tendría unos
cincuenta y cinco años, y tampoco era tan guapa. Así que volví a reírme por
segunda vez en mucho tiempo, y en medio de la acera. «¿De qué te ríes?»,
preguntó. «Creo que me estoy haciendo mayor», contesté, cuando me di cuenta de
que me había equivocado una vez más, «conque es así como se hace hoy en día».
Ella no contestó, así que no sé, supongo y espero que mi hija no sea muy
representativa de los nuevos tiempos. Pero ¿por qué he tenido hijos como ella,
por qué?
Nos
quedamos un instante callados, pensé que ya era hora de despedirse, un
encuentro inesperado no debe durar demasiado, pero justo en ese momento mi hija
me preguntó si me encontraba bien. No sé lo que quiso preguntar, pero contesté
la verdad, que lo único que me molestaba eran las piernas. «Ya no me obedecen,
mis pasos son cada vez más cortos, y pronto no podré moverme». No sé por qué le
hablé tanto de mis piernas, y ciertamente resultó que no debería haberlo hecho.
«Será la edad», dijo ella. «Desde luego que es la edad —contesté—, ¿qué otra
cosa iba a ser?». «Pero supongo que ya no necesitas usarlas tanto, ¿no?». «Si
tú lo dices —contesté—, si tú lo dices». Al menos captó la ironía, diré eso en
su favor, y se irritó, pero no consigo misma, porque dijo: «Todo lo que digo
está mal». No supe qué contestar a eso, ¿qué podría haber contestado? Me limité
a sacudir la cabeza inexpresivamente, ya hay demasiadas palabras en circulación
por el mundo, y el que habla mucho no puede mantener lo dicho.
«Bueno,
tengo que seguir mi camino —dijo mi hija tras una pausa breve, pero lo
suficientemente larga—, tengo que ir al herbolario antes de que cierren. Ya nos
veremos». Y me dio la mano. «Adiós, María», dije. Y se marchó. Esa era mi hija.
Sé que todo tiene su lógica inherente, pero no siempre resulta fácil descubrirla.
ASKILDSEN, Kjell. "María" en Últimas notas de Thomas F. para la humanidad [Traducción del noruego: Kristi Baggethun y Asunción Lorenzo]. Lengua de Trapo: Madrid, 2006 (pp. 32-35)