jueves, 22 de mayo de 2014

¿Lustro, joven? (Víctor Hugo Viscarra)

  Contra lo que digan y escriban los fabulistas, poetas y cuentistas infantiles, el niño que en este momento me está lustrando mis zapatos desechados es en realidad un anciano disfrazado de mocoso. En sus ojos no existe la más leve huella de la inocencia y en su rostro hay un rictus de amargura tan palpable que ni su fingida alegría puede ocultar.
   Sus manos pequeñas, percudidas por tintas, cremas de calzados y suciedades, manejan con tal destreza las escobillas son los juguetes que la vida le ha obsequiado y que si él las maneja con presteza y agilidad es porque a esos “juguetes” los ha llegado a querer con intensidad, puesto que si bien no le sirven para jugar, por lo menos le ayudan a ganarse los centavos necesarios para comprarse un escuálido plato de comida.
  Esa suma de dinero no creo que le ayude con el tiempo a construir una fortuna, porque, como el cambio fiduciario representa algo así como cinco centavos de dólar, esa suma no sirve de nada; pero, como la impotencia reprimida es la creador de los paraísos artificiales, él ha aprendido que, reuniendo el equivalente de tres pesos, puede comprar un pomo de thinner y así escapar de su micromundo existencial para alcanzar el macrocosmos de lo irreal, absurdo y fantástico.
   Una vez que ha terminado su trabajo, con manos expertas guarda en el cajón sus herramientas de laburo.
  Sabiéndome cómplice involuntario de su hazaña, saca de un escondrijo un pomo pequeño, y tras mirar a ambos lados y no advertir nada sospechoso, lo abre con manos imprecisas y se lo lleva a las narices. Un “Ah…” satisfactorio escapa de sus labios después de haber respirado parte del contenido del pomo, y cuando comprende que yo estoy enfrente suyo, con esta ingenuidad que existe en las almas prematuramente envejecidas, me alcanza el pomo al tiempo que dice: “Échele un tantacito del k’olo, que ya no va a ser tan tacaño, y de buena gente me va a regalar algunos quivos extras…”.
  Cuando este niño anciano, un ser que no sabe de alegrías y bienaventuranzas, me ofrece un pasaje barato al universo etéreo donde no existen el hambre, el llano, la violencia y el marginamiento, yo, llevado por mis estúpidas concepciones, me atrevo a rechazarlo.

   Y es más, los veinte centavos que debo cancelar por su trabajo me están quemando los bolsillos.


Extraído de Alta en el cielo. Narrativa boliviana contemporánea (Casa de Las Américas: La Habana, Cuba, 2010). El texto original pertenece a Alcoholatum & otros drinks. Crónica para gatos y pelagatos.

lunes, 19 de mayo de 2014

El encuentro (Aimee Bender)

    La mujer que conoció. Conoció a una mujer. Esta mujer era la mujer que conoció. Ella no era la mujer que esperaba conocer o planeaba conocer o que había tallado en su cabeza, con vestido largo, una nariz, ojos y labios particulares y un cerebro bastante particular.
    No, esta era una mujer diferente, la que conoció. Cuando la conoció él difícilmente podía soportarla porque ella no encajaba con la imagen que tenía en su cerebro de la mujer que tan vigorosa y extensivamente había planeado conocer. Y que no encajara era incómodo y hacía que su cerebro doliera. Vete, mujer, dijo él, y la mujer se rió, lo que ayudó por un segundo. Él siguió a la mujer durante unos pocos días diciendo que era porque no tenía nada más que hacer, pero la verdad era que tenía muchas cosas que hacer y no sabía por qué la estaba siguiendo.
    Su cerebro gritaba y se quedaba estático ante su propia idea del color de cabello y sentido del humor y cuáles animales (mamíferos) le gustarían a la mujer que conoció, y la idea de su cerebro de cómo ser un miembro del mundo y todo lo que era más o menos como él, mas sin embargo suficientemente diferente: esta mujer a la que conoció era la mujer que conoció y por más que lo intentara no podía desconocerla. Su cerebro estaba en total pánico con respecto al cambio. Su cerebro estaba bastante complacido con su forma actual y no quería cambiar, ni siquiera un poco. A esta mujer le gustaban los reptiles y los peces. ¿A qué clase de ser humano decente podrían gustarle los reptiles y los peces? 
    Él dijo vete, mujer. Vete tú, dijo ella, haciendo shu y un gesto con la mano. Tú eres el que me está siguiendo todo el tiempo. Fueron a caminar –o mejor dicho, ella fue a caminar y él le preguntó si podía acompañarla– juntos por un puente pequeño sobre un arroyo seco y miraron las rocas abajo apiladas como dientes. Ella hablaba significativamente más que la mujer que esperaba conocer y mientras ella hablaba pensó ella clara y seguramente no es la mujer para mí. Parlanchina, pensó. Ella hizo una pausa bajo un roble y dijo ¿dejaste de escuchar?, y entonces él comenzó a escuhar de nuevo y dijo alguna cosa acerca de esto y acerca de aquello. Le gustaba hablar con ella. La mujer dijo que no sabía por qué él le gustaba, ya que estaba siendo un poco irritante con toda esa estática en su cabeza y él dijo que lo sentía, que ella también le gustaba, pero que su cerebro seguía rechazándola y él no sabía qué hacer al respecto. La mujer dijo por favor, ¿podrías apagar tu cerebro cinco segundos y dejar que el mundo participe un poco? No, dijo el hombre, yo controlo el mundo. La risa de la mujer rebotó en las rocas abajo. El hombre también rió, pero por dentro seguía hablando en serio.
    La mujer dijo adiós y fue a su casa y preparó espaguetis y al siguiente día adivinen quién estaba en su puerta. Buenas tardes. Cómo estás, cómo estás. El espagueti estaba bien cocido y ella lucía hermosa bajo la luz del sol filtrada y esa tarde hicieron el amor bajo la luz verde del sol que atravesaba sus cortinas verdes. Su cuerpo era nuevo para él y no le gustaba que sus hombros fueran tan anchos y le gustó mucho la forma empinada de sus labios y se puso nervioso porque no sabía cómo navegar las curvas que formaban cuando se juntaban. Más tarde, cuando se convirtió en el capitán de un barco sobre las olas del agua de sus cuerpos, resultó que esos hombros anchos eran lo que recordaría con más lujuria y más ternura. Esos hombros anchos serían lo que reconocería entre una multitud de personas con bolsas de papel en sus cabezas. Esos hombros anchos podría verlos al otro lado de un océano.
    Al día siguiente, después del día de la cortina verde, él estaba de vuelta. Comieron espagueti frío en vasos de papel, sentados en la escalera de la entrada de su casa. Él dijo no sé si quiero casarme contigo. Ella resopló. ¿Qué? Él dijo lo siento, pero no estoy seguro de si tú eres mi futura esposa. Ella escupió un poquito de espagueti en la escalera y él pensó que eso era asqueroso y ella comenzó a reírse otra vez, esta vez no con, sino definitivamente de él. Entonces dijo yo siempre pensé que la mujer con la que me casaría me impactaría, como un relámpago, y aquí no hay relámpago, no hay ni un trueno, no hay ni lluvia. Todo se siente, bueno, nebuloso, dijo. Y ella dijo ¿qué te hace estar tan seguro de que yo quiero casarme contigo? Y él dijo oh, mmmm, y ella dijo ¿por qué consideraría casarme con un hombre con un cerebro tan mandón? Necesito a un hombre con algo de calma, dijo. Él miró su nariz, delgada y larga, y sus ojos delgados y largos hacia otra dirección y su cabello era liso y largo y brillaba. Mordió una porción de espagueti de su tenedor. Estuvieron sentados por un rato en la escalera y vieron a las lagartijas correr de aquí para allá y huir hasta que el cartero vino y entregó algunas cartas –dos facturas y una postal de parte de su primo desde una isla. Ella puso una cara al ver las facturas y se rió al ver la postal y detalló la letra pequeña en la esquina superior izquierda que decía dónde estaba su primo y luego miró la foto por más tiempo que todo el tiempo que él había invertido en ver todas las postales de su vida entera.
    Cuando hicieron el amor ese día fue un paso más cerca a que tuviera sentido y ella después trajo un vino y se sentaron y miraron el atardecer a través de las cortinas verdes, desnudos, con copas de vino. La luz verde oscureció y se hizo negra. Él trazó con su mano cada una de sus vértebras y ella no dijo eso da cosquillas, para, como él había pensado que haría. Ella solamente miró la cortina en silencio con su cabello echado hacia un lado en ángulo. Él movió sus dedos por toda su espina hasta abajo, uno por uno por uno, y durante todo el tiempo que eso tomó, su cerebro permaneció absolutamente callado.
    Son estos espacios vacíos de los que tienes que estar pendiente, ya que inundan con sentimiento antes de que siquiera te des cuenta de lo que ha pasado, antes de que te encuentres a ti mismo, en la base de su columna, diferente.

Traducción al veneco de la administración de este humilde blog. El texto original, titulado "The Meeting", puede conseguirse en este link.