jueves, 15 de marzo de 2012

Píldoras (Donald Ray Pollock)


Estaba escondiéndome en el carro de Frankie Johnson, un Super Bee amarillo canario modelo 69 que roncaba como el demonio. Estábamos de farra, robando cualquier cosa que pudiéramos –caseteras y baterías para carros, gasolina y cerveza. Fue un día o dos después de mi cumpleaños número dieciséis, y no había pisado mi casa en una semana. Y con todo y que mi viejo andaba diciéndole a todo el mundo en Knockemstiff que ojalá y me encontrase muerto, seguía manejando por todo el pueblo con la cabeza asomando por la ventana, buscándome como si yo fuese uno de sus sabuesos extraviados.
Frankie continuaba diciendo que trescientos dólares nos llevarían hasta California, pero la única persona que conocíamos con algo que valiera tanto dinero era Wanda Wipert. Dependiendo de a quién se estuviese singando en aquel momento, un hombre podía terminar durmiendo en el fondo de Dynamite Hole, entre tripas de pescado y cauchos, por estafar a Wanda. Además de eso, lo de mi viejo estaba justo al cruzar la calle desde su casa.
–Ni pensarlo –dije yo. Incluso hablar de eso me ponía la piel de gallina.
–Que se jodan –dijo Frankie–. Coño, Bobby, estaremos a cinco mil kilómetros de aquí.
Nos colamos por la ventana del baño. Impresas sobre la mugre gris de la bañera, las huellas de nuestras botas lucían como esos pies fosilizados y congelados en rocas que, según el desquiciado de mi primo, el Diablo había plantado por todo el mundo para hacernos creer que proveníamos de mierda de ranas y monos. Había una radio pequeña junto al lavamanos en la que sonaba una de las emisoras de country. El DJ estaba anunciando una oferta de pavos para el Día de Acción de Gracias en la tienda de Big Bear. Un par de medias pantis rojas estaban tiradas en el piso de linóleo, y Frankie se las metió en el bolsillo trasero de la braga.
–No la vayamos a cagar aquí –susurré.
Cada crujido de la casa sonaba como un disparo para mí.
La neverita estaba en el pasillo, al lado de la puerta del dormitorio. Dentro hallamos cuatro botellas de black beauties –anfetas farmacéuticas– escondidas debajo de un cuarto de quilo de fresas congeladas y una Barbie todavía en su caja. Las píldoras estaban envueltas en una sanguinolenta hoja de papel de carnicería que tenía “Sesos del cerdo de Chuckie” escrito con creyón azul. Alguien ya se había comido los sesos.
Wanda atendía la barra en Hap’s y vendía black beauties por debajo de la mesa. Los campurusos las adoraban porque una pepa de tres dólares hacía posible beber cuatro veces más y aún así poder esquivar los postes telefónicos de camino a casa. Ella tenía un pelotón de chicas gruesas que arreaba por todo el sur de Ohio hasta el médico de gordos. Para obtener una prescripción de black beauties todo lo  que debían hacer era pararse sobre la báscula y dejar que las enfermeras tomaran su presión sanguínea. Wanda sobornaba a las chicas con zapatos baratones de Woolworth’s, sándwiches de Rax Roast Beef y malteadas de Dairy Queen. Mi hermana mayor, Jeanette, era una de sus regulares. La única vez que la vi feliz fue después de uno de esos viajes con Wanda para controlar una receta. Siempre volvía con manchas de mostaza en su mejor blusa y algo dulce para sus dos bastardos.
–Quizás debamos dejar una botella –dije.
–Qué va, Bobby –respondió Frankie–. Vamos a usar la cabeza. Estas nenas nos llevarán directo hasta San Francisco.
–¿Cuánto nos vamos a tardar en llegar hasta allí?
–Cinco días –dijo él metiendo las cuatro botellas en el bolsillo de adelante.
Saliendo por la parte de atrás, subimos por Slate Hill y atravesamos el bosque con dirección a Foggy Moor. Ahí era donde habíamos ocultado el Super Bee. La luna ascendió detrás de nosotros como una calavera plana y brillante. Tuvimos que esforzarnos para cruzar a través de los arbustos durante tres kilómetros, pero al menos nadie podría decir que nos había visto en el caserío esa noche.
Cuatro botellas de black beauties –240 píldoras– eran suficiente combustible como para enviar un pote de basura hasta Marte. Las pepas aún tenían hielo por encima cuando Frankie abrió la primera botella y me pasó dos. Nuestro plan era tomar solo un par y luego dirigirnos al este, por la ruta 50, después de vender el resto en el pueblo. Pasados cuarenta y cinco minutos, mi corazón estaba latiendo como una bomba viva. A medianoche estaba mascándome huecos en la lengua, escuchando a Frankie hablar obsesivamente sobre tirarse a estrellas de cine.
–¿Qué dices tú, Bobby? –finalmente preguntó– ¿Qué le harías tú a ella?
Frankie había estado enumerando todas las cosas que le quería hacer a Ali McGraw. Lo conocía de toda la vida, pero la parte sobre el mango del hacha me tomó por sorpresa. Nunca había estado con una mujer y aún estaba tratando de imaginarme si tal cosa era posible.
–Mierda, no sé –dije encogiéndome de hombros.
Él encendió otro cigarrillo con el que ya se estaba fumando.
–¿Te hizo efecto? –preguntó volteando a verme.
–Sí –respondí–. ¿Por qué?
–No sé, tipo. No pareciera.
–Mira, Frankie, estoy pensando que quizás deberíamos devolver las pepas –dije–. Es decir, si Wanda se entera…
–¿Estás loco? –dijo él. Destapó la botella y me pasó otro par de cápsulas negras–. La estás agarrando fea, Bobby, eso es todo.
Tenía razón. Dos más hacían la diferencia. En pocos minutos una gran felicidad surgió dentro de mí justo cuando pensé en largarme a California. De pronto sabía que todas las cosas aburridas y jodidas que seguían ocurriendo en mi vida jamás volverían a pasar. Recordé la última vez que mi viejo se había puesto bruto con nosotros, todo porque mi madre había preparado avena en vez de huevos para el desayuno. Empecé a hablar y me di cuenta de que no podía parar. Aquella noche, mientras Frankie conducía en círculos alrededor del pueblo, le conté todos los secretos de mi hogar, todas y cada una de las malditas cosas que mi viejo nos había hecho. Y aunque, de una manera estúpida, me sentía como una rata inmunda mientras más hablaba; para cuando el sol salió a la mañana siguiente, parecía que toda la vergüenza y el miedo que había llevado conmigo se habían incinerado como una pila de hojas muertas.

Atropellamos al pollo tres días después de robar las píldoras. Salió de la nada. Entonces yo estaba en la cúspide de mis poderes. Come veinticinco black beauties en tres días y sabrás de lo que te estoy hablando.
–¡Mierda! –grité cuando lo oí estamparse contra el carro.
Frankie pisó los frenos y el carro patinó hasta que se detuvo. Yo salté fuera. El pollo estaba aplastado sobre la parrillera con el cuello roto. Lo despegué delicadamente del cromo y lo agarré por las plumas amarillas y abolladas. Un coágulo de sangre tan gordo y redondo como una perla roja colgaba en la punta de su pico reventado.
Saliéndose por la ventana, Frankie dijo:
–¿Cómo llegó eso ahí?
Revisó la parrillera de enfrente y la limpió con la manga de su chaqueta. Luego se arrodilló y miró debajo por si había daños. Amaba ese Super Bee.
–Maldito pollo –lo escuché decir.
–Puedo salvarlo –dije.
Frankie se puso de pie y me miró extrañado, presionó su índice contra uno de los lados de su nariz y sopló mocos sobre sus botas de obrero.
–Está muerto, Bobby.
Se restregó las puntas de las botas en su braga grasienta mientras se masticaba la parte de adentro de la boca como si fuese una semilla grande y suave. Sus pupilas brillaron como dos faros diminutos en el crepúsculo.
–Puedo salvarlo –repetí.
Mantuve al ave cerca de mi pecho, sentí su calidez desvaneciéndose lentamente en el viento frío que soplaba desde la planicie. Los granjeros ya habían recogido la cosecha. Rastrojo de cuatro centímetros cubría la tierra. Incluso la carretera estaba vacía. Apreté la minúscula cabeza del pollo con mi pulgar.
–Abre la maleta –dije.
Luego envolví el cadáver con mi camisa y lo coloqué con cuidado sobre el caucho de repuesto.

Más tarde aquella misma noche mojé la goma con una chica de labios delgados como hojillas que no paraba de decirme que me diera prisa. Su nombre era Teabottom. La vimos saliendo de la Penrod's Grocery en Nipgen, cargando un cartón de leche. Su cabello rojo y quebradizo lucía como una brocha en llamas sobre su cabeza. Usaba una camisa azul de trabajo toda roída y sandalias de plástico bien cutres. Sus pies estaban morados a causa del frío. Una cartera de cuero pequeña pendía de una tira sucia alrededor de su cuello.
–¡Hey, baby! –le gritó Frankie mientras parqueaba junto a la acera y le cortaba el paso.
Cuadramos el asunto y ella se sentó en la parte de atrás. Frankie lanzó una moneda y a mí me tocó ir primero. Por todo lo que había visto en las películas, pensé que debía tomarla con ternura, pero ella era puro negocio. Se puso la camisa sobre la cara para que no pudiera besarla. El cartón de leche se rompió sobre las alfombras y me salpicó los pies. Igual hubiera podido hacerlo en el piso de un granero.
–Maldita sea, esta no es Ali McGraw, pero desearía tener esa hacha ahora  –me dijo Frankie la segunda vez que le tocó pasar al asiento trasero.
Gracias a las anfetas, no nos dábamos abasto. Tratamos de descoserla, más que todo por el modo desdeñoso en que nos miraba. Pero nada de lo que hacíamos representaba mayor diferencia mientras que le diéramos dos píldoras más cada vez que tomábamos un turno. Ella las metía todas en su cartera.
En mi tercer turno, me atreví y le pregunté por la leche. Mis medias estaban remojadas.
–Era para mi bebé, tarado –dijo ella.
Estaba fumando un cigarrillo, quejándose por el escozor.
–¿Tienes un bebé? –pregunté.
–¿Qué? ¿Eres sordo también?
–Bueno, ¿y dónde está ahora?
–No te preocupes por eso –dijo con medio brazo saliendo por la ventana.
Le solté dos píldoras en la palma de la mano y abrió las piernas con un gruñido. Pero no podía dejar de pensar en su bebé, así como tampoco podía dejar de preguntarme quién lo estaba cuidando mientras Frankie y yo tratábamos de sacarle el cerebro a punta de pinga. Seguí imaginando toda clase de cosas mierdas horribles sucediéndole. Cuando finalmente me rendí y me le quité de encima, juntó un poco de la leche derramada con las manos y se la echó sobre la entrepierna. Ya ni siquiera se molestó en volverse a poner los jeans.
Hacia la mañana, mientras conducía por un camino asfaltado, me pareció escuchar que Frankie le decía a Teabottom que se la llevaría a Nashville tan pronto como pudiera deshacerse de mí. Pero cuando apagué la radio, todo lo que pude oír fue el chirrido monótono en el asiento trasero. Me volteé y lo vi fajado encima de la fulana con sus ojos cerrados.
–¿Frankie? –dije.
–¿Qué?
–¿Qué pasó con California, tipo? –pregunté. No habíamos salido del condado ni habíamos vendido una sola píldora.
–Maldita sea, Bobby, ahora no.
Cuando la dejamos ir, Teabottom se tambaleó con las piernas arqueadas hasta su remolque, atravesando un patio regado con piezas de autos y cajas para perro vacías. Nos quedamos sentados en el Super Bee como unos idiotas, viéndola entrar a su casa. Una luz se prendió y luego se apagó. Encendí un cigarrillo y saqué otra black beauty del escondite que tenía en el bolsillo de mi chaqueta.
–Siento el güebo como si una tortuga me lo estuviera mordisqueando –dijo Frankie.
Luego retrocedió y quemó los cauchos hasta que metió primera. Sobre nosotros, el cielo negro lentamente se tornó un mar de color gris encerado.

Para el final del quinto día estábamos fritos. Ahora las anfetas eran como agua recorriendo nuestras venas y ya no podíamos sacudírnosla. Nuestras gargantas se habían convertido en cuero gracias a los cigarrillos y a la cháchara; las encías nos sangraban y nos dolían las quijadas de tanto rechinar los dientes. Frankie continuaba murmurándole a una lata de cerveza que sostenía como un micrófono. Yo me había pasado todo el día convenciéndome de que la lata no le respondía a él. Y en el asiento trasero la leche derramada se había agriado e impregnaba el carro con gases putrefactos que me seguían recordando al bebé de Teabottom.
–¿Qué pasó con California, imbécil? –dije–. Mierda, podríamos estar allá ahora mismo.
Suspiró y murmuró una vez más a la lata, luego la botó por la ventana.
–Oye, Bobby –dijo–, te puedes ir cuando quieras. Nadie te lo impide.
Pocos  minutos después paramos en Train Lane, un camino surcado que dividía dos campos de maíz al borde de Knockemstiff. No importaba cuántos kilómetros viajáramos de día, siempre terminábamos de vuelta al caserío para la noche, a pesar de que me daba culillo encontrarme con Wanda Wipert o, aun peor, con mi viejo. En el retorno al final de la vía, paramos junto a un sumidero ilegal con un cerro de bolsas de basura, sillas rotas y neveras descatalogadas. El sol se estaba hundiendo detrás de la llanura de Mitchell con un esplendor púrpura. El DJ anunció nuevamente la venta de pavos del Día de Acción de Gracias.
–Jesús –dije–, ¿cuántos putos Días de Acción de Gracia hay este año?
Frankie apagó el motor y por un momento se quedó mirando fijamente hacia adelante. Luego sacó las llaves y se bajó del carro. Lo vi hurgar en la basura, haciendo a un lado tablas y papeles. Encontró un caucho viejo y lo rodó hasta el medio de la carretera. Mientras se inclinaba y comenzaba a rellenarlo con papel y cartón, abrí la guantera y agarré una de las dos botellas de black beauties que nos quedaban. Deslicé las anfetas debajo de mi media y me bajé del carro.
–¿Qué estás haciendo? –le pregunté.
Sostenía su yesquero junto a uno de los papeles, tratando de prenderlo.
–Me estoy cagando del frío y del hambre –graznó.
Ambos vimos cómo una llama muy pequeña comenzó a crecer dentro del caucho.
–¿Cuándo crees que fue la última vez que comimos?
–No sé –dije.
–Hace una semana. Por lo menos una semana, ¿no?
–Sí –dije–. Puede ser.
Dirigiéndose hacia la parte de atrás del carro, Frankie abrió la maleta y sacó al pollo. Mi camisa aún lo envolvía como una mortaja.
–Mierda –dije.
Me lancé sobre la última píldora que tenía en el bolsillo de mi chaqueta y la mordí para abrirla.
–Sólo dame un minuto, tipo –dije tragándome el polvo amargo–. A lo mejor todavía puedo hacer algo.
Frankie meneó la cabeza.
–¿Quieres tu camisa de vuelta? –preguntó. Tenía al pollo agarrado por las patas y lo mecía hacia atrás y hacia adelante como si estuviese tratando de hipnotizarme.
–No –dije–. Bueno, sí, supongo.
–Ten, sostén esto un momento.
Me entregó el pollo tieso. Entonces comenzó a hurgar en el pote de basura otra vez y sacó una estaca partida.
–Esto servirá –se dijo a sí mismo.
Me arrebató el pollo, lo colocó en el suelo y le puso el pie sobre el pescuezo.
–¿Qué haces? –dije mientras me quitaba la chaqueta y me ponía la camisa.
–Observa –dijo, y con un movimiento rápido se agachó y empujó la estaca por el culo del pollo hasta que la punta salió por el pecho haciendo un sonido crujiente.
–Maldita sea –lloré.
Estaba tan volado que me había olvidado completamente de aquello y ahora nadie podía devolverle la vida al pollo. Entonces otro pensamiento vino a mí.
–No te lo irás a coger, ¿verdad? –le pregunté– Porque te lo voy a ir diciendo de una vez, Frankie, no lo voy a permitir.
–No había pensado en eso –dijo–. Pero no. Me voy a comer esa mierda.
Luego levantó el pollo y lo llevó al fuego. Uno de los ojos del ave estaba abierto, en blanco, viéndome quedamente. Un hilo delgado de intestinos azules colgaba de la punta de la estaca.
El caucho ahora resplandecía como una hoguera, el humo negro y espeso se fundía en la noche. El olor a llanta quemada comenzó a enfermarme. Me aparté y vi cómo Frankie sostenía aquella carroña sobre las llamas. Las plumas se enroscaron, se derritieron y desaparecieron.
–¿Ni siquiera vas a destriparlo?  –dije acercándome.
Volteó a mirarme mostrándome sus dientes.
–Sólo hay que cocerlo –balbuceó.
Sacó las medias pantis rojas de Wanda de su bolsillo trasero y las mantuvo sobre su cara. El pollo comenzó a suavizarse y se estaba deslizando hacia la punta de la estaca, pero Frankie lo enderezó justo a tiempo. La piel se chamuscó, botó humo y empezó a ponerse negra. Gotas de grasa salpicaron dentro del caucho. Las patas se ensortijaron y cayeron entre las flamas.
Sin más palabras, crucé la cuneta y caminé hasta el campo estéril. Pasé las píldoras de mi media al bolsillo. La Ruta 50 estaba a tres kilómetros de distancia y comencé a caminar hacia ella. El barro se me pegaba a las botas como concreto mojado, y cada tantos pasos tenía que parar y sacudírmelo. Miré hacia arriba y vi la luz roja parpadeante de un avión a miles de metros encima de mí dirigiéndose al oeste. Nunca me había montado en un avión, pero imaginaba a ricachones bastardos en sus vacaciones, estrellas de cine con vidas hermosas. Me pregunté si desde allá arriba podían ver arder la fogata de Frankie. Me pregunté qué pensarían de nosotros.


POLLOCK, Donald Ray. "Pills" en Knockemstiff. Londres: Harvill Secker, 2008. (pp.52-61).
La traducción (muy libre) al veneco es cortesía de la administración de este humilde blog.

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