Fue como si
supiera exactamente adónde tenía que ir, como si se hubiera tratado de una
cita. Alzó el brazo para tomarme de la mano, tiró suavemente –casi todo lo hacía con suavidad– y yo la seguí. Me condujo hasta el automóvil de su madre,
que estaba ausente, y le ayudé a subir y a sentarse en la silla infantil.
–Al zoo, entonces.
–Sí –dijo–. ¡Águila! ¡León!
El
zoo parecía desierto. Solo, en mitad de la calzada principal, un barrendero
empujaba un bote de basura con ruedas de caucho. Ella me había soltado la mano,
corría delante de mí por la ancha calzada hacia las jaulas de los felinos, y su
figurita entraba y salía de las zonas de sombra bajo los jaracandás y un
majestuoso matilisguate en flor. La calzada, al principio, era recta; no había
peligro de perdernos de vista. Era media mañana, una mañana medio brillante,
medio nublada de finales de mayo, y el zoo –observé
de nuevo– estaba vacío. Me detuve un momento y miré a lo alto (los retazos de
cielo entre las ramas recargadas de flores) y luego miré a derecha y a
izquierda. Un zumbido vasto como de chicharras en el campo. Ninguna tropilla de
niños de escuela, ninguna familia con bebés, ninguna pareja de amantes o
enamorados. A mi derecha, más allá de una profunda fosa, un elefante viejo se
rascaba parsimoniosamente un costado con el tronco de una ceiba cuya forma
sugería la pata de un ave fantástica, su cuerpo oculto tras las nubes bajas que
cubrían el cielo. Volví a mirar calzada abajo, y sentí mil punzadas de espanto
en la espalda, en los brazos, en las manos. Yo estaba completamente solo en la
vía de asfalto negro salpicada de flores lila y rosadas. Entrecerré los ojos
(padezco miopía), pero no la veía en ninguna parte. Eché a correr hacia
adelante, gritando una y otra vez su nombre. A mi izquierda, las garzas y los
flamencos dormidos sobre una sola pata, los cocodrilos inmóviles y el
hipopótamo permanecían indiferentes a mis llamados. Intenté gritar más alto,
lancé gritos en todas direcciones; hacia la jaula de los monos, de los venados,
los búhos, los quebrantahuesos y las águilas, pero nadie contestó.
A sus dos años y meses –pensé– estaba gastándome una de sus
primeras bromas. Esconderse había sido, ya poco antes de que comenzara a hablar
(aún hablaba sólo media lengua), uno de sus juegos favoritos. Tenía que
tratarse, esta súbita desaparición, de un juego –razoné– y dejé de correr.
Volví a llamarla. Ya estaba bien (amenacé a gritos), si no aparecía en ese
instante, la dejaría allí. Pocos minutos más tarde comencé a rogarle que
respondiera. Seguí andando. A cada paso miraba a uno y otro lado, como
enloquecido, y hacía constantemente esfuerzos para no ponerme a llorar. Había
llegado al límite occidental del parque, y estaba frente a la jaula de los
tigres de bengala. Las cercas, comprobé con alivio, eran altas y seguras y
parecían imposibles de saltar. Los grandes felinos le fascinaban, y la idea de
que hubiera querido acercarse demasiado no dejaba de preocuparme. Pero no había
razón para alarmarse todavía. Estaría oculta por ahí, tal vez en un sitio
adonde mis gritos no llegaban con suficiente fuerza. Miré hacia atrás; a un
lado de la calzada había una hilera de quioscos, varios juegos infantiles,
ventas de comida, puestos de fotógrafo. Fui hasta allí, y anduve alrededor de
cada negocio, llamándola sin cesar. Tomé un sendero lateral, me dirigí hacia
las espaciosas jaulas de los leones. Dos o tres machos estaban tendidos sobre
la hierba, semidormidos en la luz blanca de aquella mañana que comenzaba a
arder. En el recinto vecino, formado por una depresión, dos jaguares jóvenes
jugueteaban a la orilla de un estanque, con perfecta indiferencia a mis gritos
de bestia humana. No se podía ir más allá, de modo que di media vuelta. Casi
sin darme cuenta, sin fuerzas, caí hincado de rodillas en el cemento húmedo, y
lloré, hasta recé. Pero mi llanto duró poco; me puse de pie de un salto y eché
a correr hacia la entrada, sin dejar de mirar a todos lados, sin dejar de
llamar su nombre una y otra vez.
Ahora tanto la calzada principal como los senderos laterales se
habían llenado de gente. Bandas de niños y niñas se amontonaban ante las
jaulas, los juegos mecánicos, los caballitos de fotógrafo. Madres y padres
empujaban calesas o carritos, los amantes se besaban bajo los árboles o
recostados en las vallas; nadie la había visto.
Llegué jadeando a la entrada, donde estaba la taquilla y el
portón de rejas más allá del cual se amontonaban escolares de todas las edades,
que hacían cola para comprar entradas. Abriéndome paso entre grupúsculos de
niños, expliqué a gritos a los vendedores de boletos la desaparición de mi niña
y pregunté si no la habían visto. Eran dos vendedores, y ambos estaban
atareados dentro de sus casetas de vidrio oscuro y hormigón; las sinuosas colas
de gente se prolongaban hasta perderse de vista más allá del estacionamiento de
autobuses escolares.
No la habían visto, contestaron los dos, con simpatía
profesional. Aseguraron que, de haber salido, sólo pudo hacerlo por una puerta,
donde había un guardia a todas horas. Tal vez ella estaba allí, esperándome,
pensé. Y me precipité hacia la puerta de salida. Pero allí sólo estaba un viejo
guardia uniformado de color plomo y ojos nublados con cataratas. No la había
visto salir, me dijo; sugirió, señalando un teléfono público, que llamara a la
policía.
Una voz femenina me atendió inmediatamente, pero pasó un cuarto
de hora antes de que pudiera explicar por qué llamaba. Enviarían una patrulla,
me aseguró la mujer.
–Aparecerá –me dijo el viejo guardia del zoo.
Volví a recorrer el parque, por la calzada primero y luego por
los senderos laterales. Ya no gritaba, pero miraba a todos lados y sin duda
tenía cada vez más el aspecto de un loco. De pronto, entre un grupo de niños
indios que comían algodones de colores eléctricos, su cabecita negra, redonda,
apareció mágicamente, a unos diez pasos de mí. Con los ojos húmedos de
felicidad, corrí para alcanzarla, pero caí de nuevo en la desesperación al ver
que, aunque ésa era su cabeza (y a mí
me parecía única, perfecta) la niña no era ella. Este fenómeno alucinatorio
ocurrió varias veces a partir de ese momento.
La luz había cambiado. El sol de mayo estaba en el cenit, y el
cielo gris por encima de las copas de los árboles era como una vasta plancha
caliente que quería aplastarnos. Los animales que hacía poco estaban a la
vista, casi todos se habían refugiado en el fresco de sus guaridas ficticias.
No sé cuántas veces habré pasado frente a la jaula de los pizotes, de los
mapaches, de los micoleones –pensando una y otra vez que estaban ahí porque un
día, de pequeños habían sido capturados por hombres, y que, como mi hija,
desaparecieron de su mundo como por arte de magia.
Una agente de policía me detuvo cerca de la jaula de las
águilas. Traía bajo el brazo un cartapacio, de donde sacó una libreta de
apuntes y un bolígrafo. Muy serio, con un rostro sin expresión, me interrogó de
manera formal. Después de tres o cuatro preguntas, yo me sentía responsable del
extravío de –como él insistía en llamarla– “la menor”. Tuve que mostrarle
papeles. No tenía conmigo una foto de mi hija –nunca la llevé conmigo, por
superstición–, y esto parecía causarle desconfianza.
–Pero es un bebé –le dije–. Tiene apenas dos años.
Quería saber dónde estaba la madre.
–De viaje –dije.
–¿Por dónde?
–En España.
–¿Por qué motivo?
No contesté inmediatamente.
–¿Trabajo? ¿Placer?
–Fue de peregrinación –le dije–. Es religiosa.
–Explíquese –exigió el policía.
–Es muy devota. Anda en una romería –expliqué–. Fue a visitar un
sitio santo que hay en España. Compostela. Santiago de Compostela.
–Muy bien. Ya tiene algo por qué pedir –dijo en tono de broma–.
¿Pero ya la puso al tanto? Tiene que avisarle pronto, hombre.
–Claro. Pero… Creí que ustedes me ayudarían a encontrarla.
–Sí, señor. Queremos ayudarle. Primero vamos a avisar a los
periódicos, si le parece. Necesitamos una foto de la niña.
Asentí.
–En casa tengo una, pero yo preferiría esperar, seguir buscando
ahora mismo, mientras las huellas están frescas.
–Usted dirá. –Hizo una pausa–. Voy por los perros. ¿Tiene algo
que pueda darnos con el olor de la niña?
Lo tenía: un sombrerito de tela y un chupete, que guardaba en un
bolsillo de mi pantalón.
–A ver –dijo, extendiendo la mano para recibirlos. Los metió en
una bolsita de plástico con cremallera de presión, que guardó en el cartapacio–.
Para los perros –explicó. Cerró su libreta de apuntes. Me miró fijamente, con
recelo–. Volveré enseguida con los perros. ¿O me acompaña? –preguntó.
–Seguiré buscándola.
El policía miró a su alrededor.
–Con este gentío… –dijo–. Buena suerte. A veces aparecen, sin
más –hizo una pausa, sonrió como un tarugo–. En pedacitos.
–No veo el chiste –dije.
Mirando al suelo, pidió disculpas rápidamente. Luego me dio su
nombre (era sargento) y el número de su patrulla.
–No se apure más de la cuenta antes de tiempo, y no se aleje
mucho sin notificarnos. Si la halla, nos llama.
Lo vi alejarse, a paso bastante rápido, y desapareció entre la
muchedumbre cerca de las taquillas.
Una vez más, la luz cambiaba. Una brisa fresca había comenzado a
soplar desde el norte, y las nubes se dispersaban para dejar visibles zonas de
cielo azul. Volví a hacer la ronda de las jaulas, gritando el nombre de mi hija
de vez en cuando, de manera casi maquinal. Miraba con envidia las parejas de
venados, de monos, de ocelotes, de jaguares, y los ojos de sus crías me hacían
pensar en los de ella. Las fieras estaban dentro, pero era yo el que iba y
venía del otro lado de los barrotes, sin conciencia del tiempo.
De pronto había poca gente en el parque, y los gritos de los
pájaros se oían claramente por encima de los gritos de los niños. Recostado en
el tronco de una ceiba, lancé un grito –a medio camino entre el rugido y el
sollozo– hacia lo alto, un sonido que brotó con todas mis fuerzas desde mis
entrañas. No hice caso de las miradas de extrañeza o de espanto de los
paseantes. “Al infierno con todos”, pensé.
Un poco más tarde, el sargento volvió acompañado por otro
policía, un hombre joven de piel clara y ojos grises, con dos pastores alemanes
en una cuerda doble. Pidieron que los llevara a mi auto, para que los perros
siguieran el rastro desde ahí. Los pastores subieron al auto y comenzaron a husmearlo
todo: las alfombras, el volante, los asientos y los vidrios, donde la niña
había dejado impresas huellas de sus manos enmeladas, y donde ahora quedaron
restregones de narices mojadas y lameduras. Por fin, el joven policía sacó los
perros del auto, y les dio a oler el gorrito y el chupete. Pronunció una orden
de busca, y los perros, con los hocicos pegados al suelo, nos guiaron
directamente a la entrada del zoo. Pasamos por el mismo torniquete por donde mi
niña y yo habíamos entrado más temprano.
El parque iba quedando vacío, y las sombras se alargaban sobre
la oscura calzada de hormigón. Los perros resollaban delante de nosotros,
tirando de sus cuerdas con impaciencia, y miraban de vez en cuando, con una
curiosa intensidad, a derecha e izquierda, donde estaban los animales
enjaulados. De pronto, ambos se detuvieron, y uno de ellos, que era
completamente negro, dejó escapar una serie de aullidos extraños. El otro
perro, como amilanado, se echó a los pies de su amo, en silencio, con los ojos
entrecerrados y la lengua fuera. Los policías se miraban entre sí. El sargento
se quitó la gorra, se rascó la nuca y por fin habló.
–Es muy raro –me dijo–. Parece que el rastro acaba aquí. ¿Es
aquí donde la vio por última vez?
Estábamos bajo la sombra del gran matilisguate, y los pétalos
color rosa de sus flores recién derramadas, pisoteadas por innumerables pies,
formaban una especie de alfombra sangrante sobre el hormigón. Las poderosas
raíces del árbol se retorcían por la superficie del suelo, y habían resquebrajado
la argamasa aquí y allá, como en las ruinas de una civilización extinta.
–Aquí mismo, no comprendo –dije, y miré a mi alrededor, al suelo
y a lo alto, donde las nubes disgregadas
cobraban ya los colores del atardecer–. No comprendo –repetí.
El perro negro no de dejaba de describir círculos alrededor del
sitio donde se perdía el rastro de la niña. El otro perro, que seguía echado,
se levantó rápidamente, y, relamiéndose el hocico, gimió.
–Señor –me dijo el sargento–, por ahora, parece que no podemos
hacer nada más. Lo siento. Comuníquese si surge algo. –Por primera vez, sentí
que me compadecía–. Estamos a sus órdenes –agregó.
–Voy a quedarme aquí un rato más –le dije. “Hasta que cierren,
por lo menos”, pensé.
Los policías se despidieron, y los vi alejarse con sus perros
hacia la salida del zoo. Me senté en un banco de piedra al pie del
matilisguate, frente al lugar de la inexplicable desaparición. Preguntándome a
mí mismo cuánto tiempo pasaría antes de que los guardias llegaran a expulsarme
(el parque estaba otra vez desierto), junté las manos detrás de la cabeza y me
recosté en el frío respaldo del banco. Cerré los ojos para ver a mi hija en la
imaginación. Pensé con tristeza que tal vez esa mañana, mientras corría delante
de mí por la calzada, la había visto por última vez –pero me equivocaba
parcialmente.
Recordé palabras y frases que ella sabía pronunciar. Cuando abrí
los ojos era casi de noche. Ya no se veía a nadie, y en una de las garitas de
entrada habían encendido una luz. Las exhalaciones animales se movían con una
brisa fresca en el aire. El olor áspero de los carniceros peleaba con el olor
familiar de los rumiantes. De pronto se oyó el llamado de algún búho, y un poco
más tarde el grito demente de un ave nocturna que yo no había oído nunca.
En el fondo occidental de la calzada algo se movió. Era el
barrendero, que empujaba su carrito lentamente. Venía hacia donde yo estaba
sentado, con una melena gris que le llegaba hasta los hombros, y me miraba con fijeza.
No podría describir lo que sentí en ese momento; escribo “miedo irracional”
porque no encuentro términos más apropiados para hacerme comprender. Como
ocurre a veces en los sueños, fui consciente de que, por más que lo intentara,
no podía separar las manos, que tenía entrelazadas en la nuca, ni volver la
cabeza, ni aun cerrar los ojos para dejar de ver al barrendero. Quise gritar, y
llegué a creer que, en efecto, soñaba. De mi boca, que se abrió por fin, no
salió ningún sonido. Se oía el chirriar de las ruedas del carrito de basura, un
carrito hechizo –un viejo barril de combustible montado en una armazón de
metal, con dos chapuces de ruedas desiguales–, y a cada chirrido, un escalofrío
me recorría la espalda.
El barrendero vestía sobretodo negro, desgarrado en jirones por
el ruedo, y grandes botas de hule. Su pelo, muy grasiento, no parecía cabello
humano, y su cara enjuta era la de un idiota. Se había detenido frente a mí y
me miraba fijamente con dos ojitos negros que parecían alegres. Dijo con voz
aflautada:
–Buenas, jefe.
No atiné a responder, emití un sonido incoherente. Pero superé
el ataque de inmovilidad involuntaria. Me incorporé en el banco, moví la cabeza
para saludar.
–Aquí –dijo el barrendero– traigo algo para usted.
De su boca, además de las palabras, brotó un olor a metal
caliente. El barrendero rodeó su carrito. Con una gravedad estudiada, como de
viejo mayordomo, y con una mano grande y huesuda, levantó la tapa del bote.
–Levántese –dijo (era una orden, pero la dio con suavidad) –y
venga a ver.
Lo miré a los ojos. Aunque ya había anochecido pude ver que
sonreía. Apartó la mirada y, antes de volver por donde había venido, me dijo:
–Yo me voy, no me haga caso.
Lo vi alejarse despacio, y desapareció en la oscuridad.
Sentía mis propios latidos, demasiado fuertes, y dejé pasar
varios segundos antes de ponerme de pie. Por fin me levanté, di dos o tres
pasos, y miré dentro del bote.
Había un montón de paja seca y hojas muertas, envoltorios de
golosinas, bolsitas de papel. Me incliné sobre el bote y aparté la basura con
una mano, y entonces vi lo que había estado esperando ver, lo que no me había
atrevido a esperar: la cara de mi niña. Tenía los ojos cerrados, pero los
abrió.
Me parecía absurdo (y lo era) encontrarla así. Extendí los
brazos para sacarla del bote, la estreche con fuerza contra mi pecho, y sentí
sus bracitos que me rodeaban el cuello.
–Pero, mi niña –atiné a decir por fin, relajando el brazo y
apartándola un poco de mí, para mirarla bien–, ¡qué pasó!
Me di cuenta entonces de que se había estirado varios
centímetros desde la mañana, y estaba bastante más delgada. Sentí que todo había sido un sueño. La
puse en el suelo, me arrodillé frente a ella. Se frotó la cara y habló.
–Vengo a despedirme –dijo–. No me volverás a ver.
Dije no con la cabeza, luego sonreí, confundido. Era imposible
que en unas cuantas horas hubiera aprendido a hablar así; además, su voz no
parecía natural.
–Tonterías –le dije, y quise abrazarla de nuevo, pero me
rechazó.
–¡No, papá! Tienes que darte cuenta, he crecido, y puedo hablar –dijo
con esa voz rara–. Sé que no es fácil, pero tienes que reconocerlo, he estado
en un sitio en el que tú no has estado y al que no podrás ir nunca, y dentro de
poco tengo que volver allá –lanzó una mirada rápida hacia el sol poniente–.
Pero no quiero que estés triste, por eso pedí venir.
Quise interrumpirla, decirle que todo eso era inaceptable, una
pesadilla. La tomé de una mano.
–Óyeme, por favor –me cortó–. Tenemos poco tiempo y sé que no
puedo explicar lo que pasó ni lo que está pasando pero lo voy a intentar. –Hablaba
muy de prisa. (“Una grabación”, pensé. “¡Suena como una grabación!”)–. Me han
llevado a un lugar extraño unos seres extraños, un lugar muy lejano con un
cielo diferente sin luna ni sol. –Hizo una pausa–. Necesitan agua, mucha agua,
agua de aquí, pero no de ahora, y antes de que ustedes acaben con el agua
vendrán para dominarlos o destruirlos. Pero ni tú ni mamá sufrirán si eso
sucede porque si sucede será en el siglo treinta y ustedes habrán muerto mucho
antes.
–Pero qué dices, qué tonterías dices, niña. Vamos, ven –intenté
tomarla en brazos de nuevo.
–¡No! –gritó.
Solté su mano. Quería convencerme a mí mismo de que soñaba, y
decidí dejar que siguiera hablando, mientras lograba convencerme. Ella siguió;
ahora su voz parecía humana:
–Por favor, no estés triste. Ahora vivo en un lugar parecido a
éste, donde nos hemos divertido tanto. Me tratan bien. Es cierto que tengo poca
libertad, y eso no me gusta, pero me dan techo y comida. Hasta tengo un
compañero, otro niño más o menos de mi edad. Crecemos juntos, y es posible que
más tarde le dé un hijo.
–Pero, niña, vámonos a casa y déjate de babosadas.
Volvió a rechazarme; esta vez se puso rígida, como si algo la
asustara, y miró a su alrededor.
–Ni lo intentes –advirtió–. Me pusieron esa condición y yo
acepté.
–¿Condición? ¿Qué condición?
–No intentar volver a casa. Y con esa condición me permitieron
regresar a despedirme.
Sacudí la cabeza.
–Pero yo no la acepto. Tendrán que impedírmelo –dije, con la voz
empañada–, ¡tendrán que venir a impedírmelo!
Intenté abrazarla de nuevo, pero me repelió con una fuerza
inesperada.
–¡Por favor! –suplicó.
Me levanté, di un paso atrás, me dejé caer en la banca. “De
todas formas –razoné ya sin esperanzas– tarde o temprano algo así iba a
suceder. Es destino de padres perder a los hijos”.
–Bueno, si me lo pides –le dije.
–Gracias –asintió con una sonrisa, y se acercó a darme un beso
en la frente.
–¿Y qué voy a decirle a tu mamá? –se me ocurrió preguntar. Sentí
un dolor que no era sólo físico.
–Dile que estoy bien. Dile… –dudó un momento–. Dile que me
llevaron los ángeles, los ángeles de Dios.
Pensé: “Nadie me creerá.”
–Y ahora debes irte –dijo–. Volverán por mí.
–¿Es lo que quieres, volver a ese lugar?
–Sería inútil resistir –me aseguró.
De modo que volví a abrazarla y la besé varias veces –besé su
cabecita perfecta, sus suavísimas mejillas, sus párpados, y una sola vez, su
boca.
Sin llorar, y sorprendido porque me faltaba el llanto, me puse
de pie. Anduve despacio por la calzada hacia la salida del zoo. Antes de salir
me volví para mirar atrás por última vez, pero en la oscuridad la calzada
parecía desierta. Seguí andando hacia el auto, un paso ahora, otro después –mis
pies pesaban más a cada paso, como si cada instante fuera un año. Al abrir la
portezuela me vi fugazmente reflejado en la ventana, y sentí un consuelo
inesperado al comprobar que en el espacio de aquel día larguísimo en el zoo mi cabellera
que hasta entonces, salvando algunas canas, fue negra, se había puesto casi
completamente blanca. Era como la confirmación de que mi hija no me había
visitado en sueños, de que su vida continuaría en otro mundo.
Ledig House, Nueva York, mayo de 2004
ROSA, Rodrigo Rey.
“Otro zoo” en Otro zoo. Barcelona:
Seix Barral, 2007. (pp.10-27)
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